En esta segunda y última entrega conocemos más de Fafá: su paso por la Troupe de Mr. Moto, su interpretación del Gitano Voronoff, el programa de tevé Súper Catch, su respeto por la profesión de payaso, su amor a la familia.
Escribe: José Luis Pérez
—¡Vos eras el Gitano Voronoff! —le dije con entusiasmo, al reconocer su antiguo apodo.
Fafá sonrió y señaló un cuadro colgado en la pared. En él se veía a un hombre de camisa holgada, pañuelo florido atado a la cabeza.
—Mirá —me dijo, mientras mis ojos recorrían la imagen—. Eso era yo en mis buenos tiempos.
Junto a ese retrato, había otra fotografía: un grupo de luchadores posando juntos, algunos con trajes extravagantes. Intrigado, le pregunté:
—¿Y esto? ¿Dónde fue?
—Esta es la Troupe de Mr. Moto —respondió, tomando la foto con delicadeza—. Me acuerdo como si fuera ayer. Una noche en Canal Once, el estudio estaba a reventar de gente, la mayoría chicos queriendo ver a sus héroes.
Fafá se recostó hacia atrás en su sillón, con la mirada perdida en el recuerdo. Sus manos comenzaron a moverse como si volviera a estar en aquel lugar.
—Yo estaba nervioso —me dice—, caminaba de un lado a otro, aplaudiendo para relajarme. El calor era insoportable, la camisa se me pegaba en la espalda. Entonces, un asistente me interrumpió: “En tres minutos salís”, me dijo, y cerró la puerta de golpe.
—¿Y qué pasó? —le pregunté ansioso.
—El bullicio del estudio me golpeó como una ola. Los gritos y aplausos parecían un panal embravecido. El corazón me latía a mil. Entonces, el asistente volvió y me dijo: “¡Dale, que te toca!”.
Con un leve gesto, imitó cómo había salido al escenario.
—Salí entre empujones, la multitud gritaba y me abría paso como podía. De reojo empecé a buscar a Ester entre el público, pero no la encontré. Y fue cuando pasó lo que no vi venir —dijo, frunciendo el ceño—. Un nene, de unos ocho o nueve años, sentado en los hombros de su papá, me pegó una patada en la cara. ¡Así de la nada! Me rompió la boca, y encima me puteaba como un barrabrava. No sabía qué hacer, me subieron al ring totalmente desconcertado.
Hizo una pausa, tocándose los labios como si aún sintiera el golpe. Lo miré en silencio, esperando que continuara.
—Ese pibe estaba dominado por el show, eso me hizo pensar si lo que hacíamos era lo correcto. ¿Era normal que un chico tan chiquito me pegara una patada por creerme el villano? —reflexionó Fafá, con cierta tristeza en la voz—. El padre del nene se disculpó, claro, pero ese golpe me dolió más allá de lo físico.
Se quedó mirando la foto por un largo rato, perdido entre los recuerdos del espectáculo.
—¿Querés un mate?
—preguntó Ester, extendiendo su mano hacia mí. Su sonrisa era cálida, casi como el sol que se filtraba por la ventana.
—Escuchá —me dice Fafá, con una sonrisa en los labios—. Yo era de los malos, ¿sabés? El relator me presentaba como el Gitano Voronoff, ese era mi personaje. Y en el otro rincón… Crakus, el Cavernícola. ¿Te acordás de él? —me preguntó, esperando la confirmación en mi rostro.
Asentí, recordando vagamente aquellas noches frente al televisor.
—Crakus rompía unas cadenas con las manos,
todo un espectáculo
—continuó Fafá, mientras yo imaginaba la escena—. Entonces, el réferi, William Boo, nos llamó al medio del cuadrilátero. Nos empujamos, nos gritamos en la cara, calentando a la gente, hasta que sonó la campana. ¡Y ahí empezó la pelea!
Fafá imitó los movimientos con sus manos, volviendo a sentir la adrenalina del momento.
—Teníamos veinte minutos para entretener al público —explicó—. Golpes, saltos, tomas de lucha greco-romana. Todo el show. En una de esas, Crakus me agarra de los antebrazos, y empezamos a girar, 360 grados, todo sincronizado. Me suelta contra las cuerdas, y yo tenía que rebotar en ellas, como de costumbre.
Hizo una pausa, mirándome a los ojos, anticipando lo que venía.
—Pero una de las cuerdas se cortó —dijo, sobándose la pierna, como si el dolor aún estuviera ahí—. El chicotazo me pegó en el muslo derecho y me lanzó unos tres metros afuera del ring. El golpe en la nuca fue tan fuerte que todo empezó a ponerse borroso. Escuchaba voces lejanas, no sabía si era que Crakus había saltado arriba mío o si el cielo se me había caído encima. El cuerpo no me respondía, no podía moverme.
—El bullicio del público se fue apagando, todo se alejó —continuó, como si reviviera el momento—. Me perdí en el tiempo y el espacio. Todo se puso blanco… y me desmayé.
Fafá suspiró, y dejo ver una sonrisa, algo irónica.
—Ese accidente le dio un toque extra de realismo al show —dijo con una leve risa—. Todos aplaudieron, ¡pensaban que era parte del espectáculo!
Nos quedamos en silencio un momento, y en ese instante entendí lo impredecible de una auténtica batalla entre el destino y el cuerpo.
La lesión en su pierna, mal atendida, se convirtió en una luxación de rodilla, que con el tiempo derivó en una artrosis crónica. Hoy, años después, esa artrosis sigue siendo un recordatorio de sus días de gloria. El dolor es una sombra persistente en su vida.
Fafá trabajaba en el ferrocarril y participaba del programa Súper Catch, soportaba el agotador ritmo de ambos oficios. Una noche, tras un extenso espectáculo… bajaba del colectivo en la esquina de Las Lilas y Simón Bolívar. Cansado y con el ánimo por el piso, siempre se encontraba con Gabrielito, un niño de unos diez años, que se burlaba de él diciendo: “¡Perdiste, perdiste!”.
“Me robaron la pelea, Gabrielito”, solía responder Fafa con una sonrisa cansada. La misma escena se repetía noche tras noche hasta que un día Gabrielito no se burló. En cambio, se acercó curioso.
—¿Por qué te hacés el malo en la tele si sos bueno? —preguntó el niño.
Fafá se quedó sin palabras. Finalmente, le explicó:
—En la tele, los buenos y lindos ganan las peleas, pero, en la vida real, los “malos” y “feos” ganan los corazones.
Macarena interrumpe la escena, trayendo una bandeja de bordes dorados. En ella descansan dos tazas blancas, acompañadas de crujientes galletas de agua y una tentadora porción de pastafrola. El vapor del té sube lentamente, llenando el aire con el suave aroma de boldo y cedrón.
Con una sonrisa sutil, me ofrece la porción de pastafrola, como si conociera mis deseos agradecí.
—¡Cómo te cuidan, Fafá!
Mientras doy el primer sorbo a la taza, veo cómo Ester, de rostro serio, se prepara para hablar.
—Casi se nos va —dice preocupada.
Fafá cierra los ojos y asiente mientras Ester explica:
—Una mañana, mientras preparaba el desayuno, lo vi con los labios torcidos y el párpado caído. Lo llevamos de urgencia a la clínica. Le dijeron que tenía un pico de presión y quedó con medio cuerpo paralizado. Nos pidieron que reuniéramos a la familia porque la situación era crítica. ¿¡Te imagínás a todos en la clínica!? —Ester suelta una risa irónica y continúa—. Al otro día ya estaba haciendo chistes y muecas, inquieto como siempre.
Fafá, con una sonrisa nostálgica, concluye:
—Yerba mala nunca muere.
Hablar de la muerte le resulta incómodo, como si la mera mención de su presencia lo confrontara con una verdad que preferiría mantener a distancia. El Año Nuevo 2000 llegó cargado de un dolor desgarrador: perdió a su madre, a su padre y a dos amigos entrañables, Cacho Jaime y Juan “Crakus el Cavernícola”. Estas pérdidas no solo marcaron el final de su carrera en el catch, sino que también señalaron el comienzo de una nueva etapa en su vida.
Frente a este dolor abrumador, Fafá encontró refugio en su trabajo como auxiliar de colegio y en los espectáculos barriales. Junto a su familia, se lanzó a ofrecer shows de magia, danza y payasos, transformando la tristeza en risas compartidas. La pasión por hacer reír y la fuerza de la unión familiar se convirtieron en su nuevo propósito.
La noche avanza mientras Fafá deja la taza de té sobre la mesa con un gesto medido. Me pide ayuda para levantarse y, a nuestro alrededor, Macarena, Mario, Ester, Sacha, Yamila, Huguito y Simón juegan a una partida de cartas. De repente, la atmósfera cambia. Fafá clava la mirada en un punto invisible, su rostro refleja una mezcla de determinación y expectativa y con una energía renovada que promete cambiar el curso de la noche. Pide silencio y, con gran entusiasmo, dice:
—Es el payaso en esta vida a quien Dios destinó a sufrir, pues tiene que hacer reír aunque tenga su alma herida. Con su sonrisa fingida tiene penas que ocultar. Si el payaso pudiese hablar y contar sus amarguras, hasta las almas más duras podrían con él llorar. Al ver mi cara pintada, todos ríen con placer, sin llegar a comprender que mi vida es desgraciada. Si largo una carcajada, todos creen que es de alegría, y no comprenden su alma impía, que mientras más riendo estoy, es un paso más que doy en pos de la tumba fría. Cuantos, como el alma mía, cansados ya de llorar, vendrán al circo a buscar en el payaso su alegría. No pidáis que me ría, que de mi risa me espanto, que ya mi risa es dolor, porque este mundo traidor me enseñó a reír con llanto. Por fin, público ilustrado, que habéis prestado atención a esta composición, que de seguro habrá enfadado, por no tener cuidado y decirla sin sentido, solo un aplauso les pido y quedaré satisfecho y guardándolo acá en mi pecho, como un payaso agradecido.
El comedor retumbó con el eco de los aplausos y las lágrimas llenaron el espacio. Fafá, una vez más, logró emocionarnos. Rodeado por sus nietos, recibió el cariño y la admiración que había sembrado a lo largo de más de cuarenta años de carrera. Su viaje, que atravesó los picos de la fama y las sombras de la pobreza, revela la esencia de un hombre cuya humildad y talento siguen vigentes.
Al mirar hacia atrás, Fafá se siente realizado, consciente de que encontró su propósito en la vida. En el arte de hacer reír, descubrió la fuerza vital de su existencia. Su legado de risas, llantos y aplausos a lo largo de tres generaciones es digno de continuar.
Ese día, entré a la casa de mi vecino con la certeza de conocerlo. Ahora, salgo de ahí transformado, cargado de emociones y ansioso por compartir lo vivido. La grandeza de Fafá, el robusto luchador, mago y payaso, superó todas mis expectativas.
La magia sigue viva mientras persista la ilusión y la pelea no termina hasta que Dios toque la campana y el telón no se cerrará mientras alguien del público, como yo, siga aplaudiendo.
Este es un humilde tributo a los héroes anónimos de nuestro barrio, que, como Fafá, dejaron una marca imborrable en nuestras infancias. Mi agradecimiento y homenaje a Alfredo Rubén Callejo, en nombre de cada niño que hizo reír y en nombre de todos aquellos que encuentran en su vida una fuente de inspiración y alegría.
La historia de una crónica
Alfredo Rubén Callejo, de 74 años, alias Fafá, comenzó en el mundo de la magia, cultivó el arte de la risa como payaso e integró diversas troupes de luchadores con las que recorrió distintas provincias e, inclusive, países limítrofes, además de haber pasado por el cine y la tevé. Fafá es un popular vecino de La Unión, donde vive hace más de cincuenta años. Conmovido por la trayectoria y la reconocida calidez del artista, José Luis Pérez decidió buscarlo para escribir una crónica en el marco de los talleres creativos del colectivo editorial Patio al Sur. El resultado es el texto “Un héroe entre nosotros” (en el que narra su encuentro con Fafá y su historia), publicado originalmente en Desbordes. Antología Patio 2024. El emotivo artículo (que reproduciremos en dos entregas) se ubica dentro del periodismo narrativo, género que se caracteriza por incorporar recursos literarios a sus narraciones.