Por Edgardo Pietrobelli | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Cientos de personas solas miran una pantalla, cada una en su casa, en distintas partes del mundo. Una de ellas, desde Ezeiza, a la madrugada. En la transmisión, un hombre de traje se encuentra junto a un jovencito vestido de jean, remera y zapatillas gastadas. Están de pie en el ingreso a una cueva.
—Allá abajo hay un tesoro —dice el hombre.
—¿En serio? —pregunta el joven.
—Por supuesto. Cualquiera puede bajar y tomarlo.
—¿Yo también? —lanza el muchacho.
—Todos tienen posibilidades. Solo tienen que esforzarse. Nada se logra sin sacrificio.
—¿Qué hay que hacer?
—Siga mis indicaciones. Es un camino sinuoso, con muchas dificultades, pero la recompensa es grande.
—Voy a bajar.
—Bien —expresa el hombre—. Tome el camino de la derecha y siga el sendero. Jamás, pero jamás, mire una curva que aparece a la izquierda. Eso puede confundirlo. Cuando llegue al fondo, busque una roca. Muévala, escarbe debajo y encontrará el tesoro. Usted conoce las dificultades y elige ir por motu propio. Es su decisión, ¿no?
—¡Sí! —grita el joven y se mete en la caverna.
El hombre se acomoda en un trono gamer, junto a una mesa con comida y bebidas. Se sirve un Dry Martini. Su cara aparece fugaz en las pantallas.
—Está hecho. Pueden empezar a apostar.
Una cámara sigue al joven, que baja con entusiasmo por angostas callejuelas mal iluminadas. Plantas con espinas lo arañan y le provocan ronchas. Puntas de vidrios inscrustadas en las paredes hieren sus brazos. El valiente muchacho continúa tercamente, sin imaginar otra cosa que el premio soñado.
Arriba, el hombre de traje observa su celular y nota que las apuestas se multiplican. Toma un micrófono y su voz resuena por un altoparlante en la gruta:
—Falta cada vez menos.
El joven sigue descendiendo. Las ropas están rasgadas, su cuerpo lacerado, el espíritu agotado. Encuentra una gran piedra negra. Intenta moverla, convencido de que debajo encontrará el ansiado botín. Tan absorto está en su labor que no nota cómo se abren las puertas de una jaula. De ella emergen tres leones, que se acercan con sigilo. Cuando las bestias están a escasos metros, el joven se percata del error. Pero ya es tarde. Es devorado.
Los apostadores gritan de júbilo. Acomodado en el trono, el de traje saborea un canapé.
***
El hombre es citado a un interrogatorio:
—¿Sabía usted lo que podía suceder?
—Sí.
—¿Le dijo que había un tesoro en el fondo?
—Sí.
—¿Lo obligó a bajar?
—No.
—O sea, usted le dijo todo, pero nunca lo obligó.
—Nadie lo forzó. Fue libre de decidir y él eligió.
—Usted carece de toda culpa.
El juez bebe un sorbo de champán y cierra la investigación con la satisfacción del deber cumplido.
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