Bilbao, el gato euskera

Por Torosaurio | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses

Ayer me tomé un feca en Misia Paula con mi amigo Irasco Borrokatu. Ya que tiempo atrás él me relató una historia para esta sección, le pregunté si no tendría otra.
―Obvio ―dijo―. Es sobre un bicho siniestro, Torosaurio, como todos los animales de sus cuentos. Hace poco, mi mamá Liliana y mi hermana Emirene adoptaron un gatito negro. Mamá lo bautizó Bilbao, en honor a la ciudad del mismo nombre, que queda en España, en el País Vasco, de donde ella es oriunda. Bilbao pasaba mucho tiempo con mamá. Tenían una conexión especial. Mamá le contaba anécdotas de la infancia en su idioma natal, el euskera. El pequeño Bilbao la escuchaba por horas. Emirene y yo decíamos que en cualquier momento Bilbao aprendía a hablar el idioma. Hace un mes, Bilbao desapareció. Emirene, mamá y yo lo buscamos por todos lados. Nada. Mamá lloraba y se quejaba porque ya no tenía nadie para charlar en euskera. Hace dos días, los tres volvimos a casa después de pegar carteles con la cara del gatito. Bilbao nos esperaba en su cuchita. ¡La alegría de mamá, Torosaurio! El minino estaba flaquito y hambriento. Por lo demás, diez puntos. Lo raro fue que en la cama de mamá había una bandera del País Vasco. ¡Bilbao la choreó de vaya uno a saber dónde! No hay otra explicación, Torosaurio.
―No es una historia siniestra ―me quejé―. Hasta tiene final feliz.
―¿Final feliz? ¡Le estoy diciendo que Bilbao es alto delincuente!
Nos despedimos. Volví a la oficina de La Palabra. A la noche, me hice un feca y salí a tomarlo al patio. Vi pasar sobre el paredón del vecino un gatito flaco y negro. Llevaba una billetera en la boca. El animal notó mi presencia. Frenó y dejó la billetera junto a sus manos.
Zeri begira zaude, tontoa? ―dijo.
―¿Qu…? ¿Qué? ―tartamudeé, apenas creyendo que el gatito hablaba.
―¿Qué mirás, bobo?
El minino aferró la billetera con sus dientes y rajó. Entré en la oficina. Cerré con llave. 
Mientras terminaba de escribir este relato, palpé mis bolsillos. Irasco tiene razón. Acá no hay final feliz: me falta la billetera.

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