Por Martín Etchandy | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Esta semana fuimos con Alejandra y mi pequeño hijo, Benicio, a ver un departamento sobre la calle Emilio Mitre para alquilar. La señora de la inmobiliaria, con mucha amabilidad, nos recibió en la puerta. Me encantó que fuese alguien con experiencia, en vez de las chicas muy jóvenes que a veces envían y que no saben diferenciar un calefón de un termotanque.
El departamento estaba en el segundo piso, contrafrente. Subimos por el ascensor. Al ingresar, empecé a detectar señales de que hasta hace muy poco tiempo había estado habitado: álbumes de fotos en los placares, frazadas, utensilios de cocina en las alacenas y otros detalles. De a poco, una idea se instaló en mi cabeza. “Acá murió alguien hace poco —pensé—, probablemente una persona mayor, y los hijos decidieron alquilar la vivienda sin terminar de vaciarla”.
En la puerta de un viejo ropero divisé una antigua calcomanía de la Armada Argentina (quizás de la década del 60 o 70). ¿Habría sido un militar el reciente morador fallecido? ¿Y si se tratara de una mujer? Habría sido entonces una viuda.
No quise comentar nada de esto a Alejandra. Ella es muy sugestionable y temí que se echara atrás con la posibilidad del alquiler, muy conveniente, por cierto.
Tras recorrer el baño, y mientras ella se quedó accionando la descarga del inodoro y probando la presión del agua en las canillas, fui con Benicio a inspeccionar la habitación principal. Encontré, dentro del placar, un viejo corpiño y ahora no quedaba duda de que se trataba de una mujer.
En un segundo de distracción, Benicio tomó y abrió una caja de calzado de un estante inferior: había un par de chinelas rosadas (¿de la muerta?). Se las saqué rápidamente antes de que el nene las tocara. Además de ser ajenas, me produjeron cierta impresión.
La visita terminó sin mayores sobresaltos, y con el hallazgo (siempre desagradable) de manchas de humedad en el techo del living.
Tras bajar por el ascensor, salimos al hall de ingreso al tiempo que la portera se acercaba a saludar. “Salimos” es una forma de decir, porque luego de oír que la puerta del ascensor se cerraba a nuestras espaldas nos percatamos de que sólo estábamos Alejandra, Benicio y yo. Es decir, ni rastros de la señora de la inmobiliaria.
Nos acercamos a la escalera, por si hubiese subido por allí sin que nos diéramos cuenta, pero no oímos pasos ni otro sonido. Quedamos desconcertados: estábamos seguros de haber viajado con ella en el ascensor. Le preguntamos a la portera si nos podía abrir la puerta del edificio para salir y ella accedió con gentileza.
Antes de irnos, se me ocurrió preguntarle qué sabía sobre el departamento 2° B, dado que nos interesaba alquilarlo. Nos dijo que hasta hace tres semanas había estado habitado por Perla, una señora muy amable y costurera, quien fue encontrada sin vida por su hija junto a su máquina de coser tras no responder al celular por muchas horas.
Me estremecí aún más, cuando le pregunté si tenía alguna foto de ella. Al mostrarme una de su celular (tomada durante una visita al departamento), reconocí en la moradora muerta el rostro de la señora que, unos minutos antes, nos había mostrado el lugar.
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