Por Ernestina Blanco | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
Dicen que saltó por el balcón, otros sostienen que la caída fue accidental. Ambas versiones me parecen poco creíbles o demasiado improbables. Ubicado también en el tercer piso, pero en el edificio gemelo, mi departamento permitió que fuese espectador privilegiado del desenlace y de episodios sueltos de una historia que acaso no sea la que cuente.
A ellos los recuerdo como un par de treintañeros enamorados, alegres, despreocupados. Sé que la mudanza se realizó en marzo porque preparaba mis clases del primer cuatrimestre cuando me pidieron que moviera el auto para que el camión estacionara. Enseguida incorporaron sus sonrisas a la ronda de saludos cotidianos. Muchos días iguales cobraron su cuota de tiempo y se marcharon sin dejar recibo hasta que, justo al concluir octubre, apareció el gato. El anciano del segundo, al que yo le disgustaba tanto como los felinos, juró que el animal me había seguido. Ignorado por mí, permaneció sentado junto a la puerta de entrada, abrazado por la cola, en actitud de espera; ellos lo vieron y se conmovieron. Sin más, lo acogieron en sus vidas: el pelaje blanco y negro lo asemejaba a un peluche de panda, con su carga simbólica de yin y yang, de armonía y de buena suerte.
Al final de la primavera, la pareja comenzó a discutir y hacia el verano, las disputas arreciaron; frecuentes y violentas, perforaron la indiferencia vecinal en el pequeño condominio de Canning. A través de las ventanas abiertas a causa de los cortes de luz, aquellas peleas caldeaban el aire en las viviendas y sus habitantes transpiraban mal humor. Harto, alguien encaró la solución final: al subir o bajar las cortinas del escritorio, observé un cartel de venta en el segundo piso de enfrente; semanas después, colgaron otro en el primero.
Aquella tarde, corrí abajo y llegué casi al mismo tiempo que dos patrulleros y una ambulancia convocados por los vecinos. Esto último me lo informó la divorciada que vivía en la planta baja, con quien había compartido unas pocas salidas y unas cuantas noches para entibiar el invierno:
—Cuando llamé al 911 me dijeron que estaban en camino; se ve que no fui la primera en imaginar que esto terminaría así. ¡Tendríamos que haber hecho algo!
La policía recogió media docena de testimonios divergentes. A mi turno, expuse lo que me constaba: de pie frente al ventanal del living mientras atendía el celular, había advertido la reiterada escena, los objetos arrojados contra paredes y piso y, esta vez, el acorralamiento en el balcón. Abrí la puertaventana y, a pesar del griterío, alcancé a oír ese ruido peculiar, sordo, como de un enorme muñeco de trapo que se estrellara en el cantero de los dientes blancos, rodeado de piedras. Tras segundos de silencio absoluto, los gritos se reanudaron proferidos por vecinos desesperados:
—¡Está muerto, está muerto!
Entonces vi al gato. Cayó sobre sus patas, quizá lanzado como otro objeto más, y se alejó con la cola en alto, después de mirar un instante hacia el tercer piso, como quien se despide.
Lo que no dije es que el balcón que miró era el mío; tampoco sé si dijo adiós o “nos vemos”. Pero puse en venta el departamento y alquilé esta casa en El Trébol porque ahora tengo miedo.
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