Por Carlos Renoldi | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
En una de esas reuniones sociales en las que suelo participar, conocí a un hombre que dijo ser colaborador del área de Planeamiento, Catastro y Obras Particulares. Mientras le mostraba mis esculturas y cuadros, entablamos una conversación cordial y surgió cierta confianza entre nosotros.
A modo de broma, le comenté que deberían abrir un camino sobre el antiguo trazado de la trochita, para conectar Ezeiza con el Centro Atómico. Me miró sonriendo, casi con ironía, y sostuvo que alguna vez se planteó el tema, pero que hoy es imposible.
—¿Mucha guita, che?
—Nooo, nada que ver.
—Sería un golazo para los que viven allá y para los que trabajan.
—El problema es que a veces pasan cosas raras en esa zona —comentó—. Como me caés bien, te espero mañana en la entrada vieja de la cárcel, junto a la vía, a las diez. Tengo que ir para allá.
Me quedé callado. Intrigado y sorprendido, asentí con la cabeza.
—A las diez —repitió—. Tengo que ocuparme de unos asuntos. Traé un machete.
Al otro día, estaba estacionando mi estanciera a las 9:55 junto a la vía, bajo la atenta mirada de los penitenciarios. A las 09:58, él llegó y estacionó detrás mío. Se acercó, mate en mano, termo bajo el brazo y una cuchilla dentro de una funda que llevaba cruzada en el pecho.
—Buen día, Charly. Puntual —expresó.
—Yo, siempre —contesté, sonriendo.
—¿Cómo estás para caminar? —preguntó.
—Ah… eh… bien, si no es mucho. Viste que ando medio rengo… —le dije.
—¿Trajiste el machete? —preguntó.
—Acá lo tengo —respondí y lo saqué del asiento trasero de la estanciera.
—Vamos despacito —anunció, dándome un mate y encarando por la vía hacia el lado del Centro Atómico.
Al principio estaba medio despejado. A los pocos metros se pusieron espesos el pastizal y los arbustos, y entendí lo del machete, aunque todavía no sabía de qué se trataba el paseo.
—¿Intrigado, Charly?
—Sí, re.
—No pasa nada. Es una visita de rutina. Ocasionalmente traigo un invitado cuando veo que tiene la cabeza abierta —dijo, cortando una rama que obstruía el paso—. Lo que vas a ver es algo muy nuevo, lo que se viene —declaró, deteniéndose y mirándome a los ojos.
—Ssssí… ssssí, quedate tranquilo —contesté, ahora más intrigado que nunca.
Había mucho pasto alto. Cardos y ramas de los arbustos y árboles se adueñaban de la senda.
—Ya llegamos —avisó, después de haber caminado unos veinte minutos.
A los pocos metros, la maleza se disipaba y daba lugar a un descampado de unas dos hectáreas, prolijamente cuidado. A la derecha, sobre las copas de los eucaliptus, se podía ver el edificio de control del Aeropuerto. A la izquierda se hallaba la torre de agua del Centro Atómico.
—Mirá —expresó, señalando una construcción de unos treinta metros de circunferencia, con forma de plato invertido.
A su alrededor había unos niños, o unos hombrecitos…
—Parece un plato volador —comenté, entre burlón y nervioso.
—Es… —dijo serio, mirando la estructura.
—¿Acero inoxidable? —pregunté, tembloroso.
—Las naves extraterrestres están construidas con latinium, un metal que no existe en la Tierra —explicó, mientras mis ojos iban dándose cuenta de que los hombrecitos tenían la cabeza verde—. Esto es un taller mecánico. Acá reparan pequeñas fallas de sus naves. Las instalaciones están bajo tierra. Los chabones sólo salen cuando llega algún vehículo nuevo. Después, todo queda como un descampado.
Yo no atinaba respuesta, comentario ni preguntas. Sólo miraba, petrificado, a un grupo de tipitos de un metro, pelados, vestidos con mamelucos celestes, que trabajaban en la nave. Me puso la mano en el hombro y expuso:
—¿Todo tranqui?
—Yo… eh… claro… sí… todo… normal…
Uno de los tipitos nos hizo una señal de saludo con una mano membranosa de tres dedos.
Mi guía le respondió con igual gesto. Luego anotó algo en el celu y me dijo:
—Lindo, ¿no? Hasta pagan las tasas municipales.
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