Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
El otro día acompañé a mi amigo Renato a visitar a su tío Cristóbal, que vive en el Geriátrico Vida Maravillosa.
Cristóbal tiene cerca de noventa años y conserva el buen ánimo. Vivía en el barrio El Tala y siempre ha sido muy sociable. Cada vez que vamos a verlo le descubrimos un nuevo aliado. Esta vez, el tío nos presentó a Don Cosme, vecino de La Unión, a quien le gusta recordar anécdotas de la época en que la localidad era puro campo.
—Este tipo tiene una memoria peligrosa —nos anunció Cristóbal al presentarlo y se marchó a la habitación a esconder las facturas que le compramos en Panadería Arruiz—. Si no las guardo en el placard, acá se morfan todo. Son una banda de termitas. Quiero que me duren un par de días.
Grandote, de cara colorada, barba maltrecha, boina negra, el viejo estaba sentado en la punta de la mesa del comedor, de espaldas a la tele, con una pavita y un mate ya frío.
—No me gustan los noticieros ni las novelas. La gente debería saber más del pasado para no repetir los mismos errores —comentó Don Cosme—. Con mis hermanos, trabajábamos en el campo. Desde chicos andábamos a caballo de un lado a otro. Teníamos galpones para guardar el maíz, los aperos de los carros, los sulkys, los arados, las máquinas de cortar pasto. Papá y mamá atendían un tambo con más de cien vacas. Todos los días sacábamos diez o doce tarros de veinte litros. Mandábamos la leche en camión o en tren a la Capital. En esa época, la leche se repartía en botellas de vidrio.
—Cuánta historia —dijo Renato como quien no dice nada.
Don Cosme comentó:
—Quiero levantarme. ¿Me ayudan?
—Cómo no —respondí y le extendí el brazo para que pudiera apoyarse.
Esperé una reacción. Don Cosme ni se movió.
—Dame una mano —le pedí a Renato.
Cada uno se puso a un lado. Tiramos para subirlo, una vez, dos veces, pero era pesado y no colaboraba.
—¿Seguro que quiere salir? —le pregunté.
—¡Sí, claro! —afirmó—. A esta hora me encanta estirar las piernas, caminar por el jardín entre los árboles. Es una sensación que me hace sentir vivo.
Volvimos a la carga, decididos a alzarlo como fuera.
Cuando teníamos a Don Cosme a punto de elevarse, reapareció Cristóbal.
—¡Paren! ¡Paren! ¡Paren! —gritaba—. Hace más de veinte años que no le responden las patas. Si lo sacan de ahí, se derrumba. Hay que pasearlo en silla de ruedas.
Tras soltarlo, me salió decirle:
—¡¿Por qué no nos avisó, Don Cosme?!
Moviendo los hombros para arriba, él respondió:
—Perdón, muchachos, a veces me olvido.
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