El cuento de Ñanquiñández

Por Darío Lavia(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses

—Gracias —dijo la señorita Aldana, la maestra del curso, al terminar de recolectar todas las hojas.
En la hora libre, se dedicó a leerlas.

***

¿FANTASÍA O PROFECÍA? Cuento de Felipe Ñanquiñández, 12 de marzo de 2016

El recinto rezumaba frescura y transparencia. En el primer día del curso lectivo, todo estaba limpio, inmaculado, sin manchas, sin roturas; en una palabra, listo para ser poblado por los nuevos párvulos. Seres que, en un pasado remoto, habían sido personas y ahora eran entidades que debían ser vueltas a educar.
—Señorita Aldana, entiendo que tenga cierta reserva con los alumnos que van al aula dos —dijo el rector, Dr. Salvadiva, con expresión adusta.
Solo faltaba una hora para iniciar el primer día de clases.
—Sí, señor —replicó la maestra, una joven inexperta en el mundo profesional, pero veterana en lides sociofamiliares—, pero yo estoy preparada para manejarlos. Mi única duda es cómo tratar a Ñanquiñández. Él perdió a sus bisnietos hace poco y eso… es antinatural… es decir, la muerte de los hijos previa a la de los padres es un terrible trauma. Imagínese la muerte de los hijos de estos.
—Sí, tiene razón —y mientras Salvadiva movía sus dedos en torno a una bola de plomo, le ofrecía a Aldana la ficha de Ñanquiñández.
—“Felipe Ñanquiñández —leyó Aldana en voz alta, mientras el director no dejaba de jugar con la bola—, nacido en 2005, padre en 2019, abuelo en 2034, fallecido y descorporizado por el Estado en 2050, jubilado y transportado al depósito público en 2097. Servicios prestados: trece años de aportes laborales entre 2037 y 2050 y cuarenta y siete años de generación de energía en planta encefalomotriz. Sus dos bisnietos fueron descorporizados hace unos años, pero los derivaron a la planta de Carlos Spegazzini, que fue la que sufrió el incendio de hace dos semanas, en el que se perdieron noventa mil cerebros”.
—Quédese tranquila, Ñanquiñández no va a ser problema. Al primer atisbo depresivo, lo aislamos en el aula de castigos. No será el primer cerebro revoltoso que hayamos tenido.
Una hora después, todos los alumnos estaban en el aula: una habitación repleta de peceras llenas de líquido y de cables que suministraban oxígeno y suero. Dentro de las peceras, cerebros. Vivos, claro. Era la última fase de la existencia: luego de cumplidos los años de prestaciones que exigía el Estado (durante los cuales el cerebro se mantenía vivo para producir electricidad mediante el pensamiento), llegaba la jubilación. Y, dado que un anciano era como un niño, resultaba necesaria la reeducación para recordar lo básico, olvidado tras tantos años.

***

—¡Por Dios! —dijo Aldana al terminar de leer el cuento de Ñanquiñández, alumno de sexto grado del barrio Sol de Oro—. ¡Qué imaginación tiene! ¡Esto se lo tengo que mostrar al director Salvadiva!
“La araña ha atrapado dos moscas”, pensó el pequeño Ñanquiñández desde su casa, viendo la escena de manera telepática, utilizando como nexo la hoja, en la que algo de él estaba impregnado. El comienzo del camino de cualquier profeta, redentor o falso mesías es desde abajo: captando padres, compañeros, maestros, tutores…

(*)Autor de los libros de cuentos El árbol sangriento y Sepulcrales, y una vasta serie de investigaciones sobre cine editadas por Cinefanía.

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