Fafá Callejo tiene una amplia trayectoria en el mundo del espectáculo y es un querido vecino de La Unión, conocido por su bonhomía. Con belleza y asombro, el autor de esta crónica nos mete de lleno en su mundo.
Escribe: José Luis Pérez
En cada barrio hay un mito, una figura que sobrevive en las conversaciones de esquinas, en las historias de sobremesa, en las risas de quienes lo vieron brillar. Mi barrio no es la excepción, y en el mío, ese mito tiene nombre y apellido: Alfredo Rubén Callejo, más conocido como “Fafá”. Pero lo que lo hace especial no son solo sus hazañas arriba del ring, sino su inquebrantable corazón fuera de él, que lo llevó por caminos que ni él mismo habría imaginado.
15 de junio, sábado. La tarde en Ezeiza arde con la misma intensidad que los recuerdos. Camino por calles que alguna vez conocí de memoria, pero ahora me resultan extrañas. El barrio ha cambiado. Agarro el celular para confirmar la dirección: Las Lilas 935, esquina Bolívar. Unos acordes inconfundibles de Los Palmeras me sacan de mis pensamientos. Al mirar hacia el frente, un joven lava su auto con desinterés, como si la música fuera la única testigo de su tarde de sábado.
Me acerco, y aunque no lo reconozco, su sonrisa parece indicar que él sí sabe quién soy.
—¿Fafá? —le pregunto, y sin mediar palabra, señala con un gesto hacia una casa al otro lado de la calle, unas rejas negras que se alzan como una barrera entre el presente y un pasado que estoy a punto de reencontrar. Le doy las gracias y cruzo, sorprendido de no haber reconocido al chico antes. Era Javier, el hermano de una niña que fue parte de mi infancia. Él sigue sonriendo, cómplice de mi confusión, y se despide con un gesto, como si estuviera enviándome a otro mundo.
Toco el timbre a las 16 en punto, tal como habíamos acordado. Me recibe Macarena, una de sus hijas. El eco de su voz me lleva a un recuerdo lejano, cuando le cantábamos la canción que su nombre inspiraba. “Adelante, te está esperando”, dice con una sonrisa cálida. El umbral de esa puerta no es solo la entrada a su casa, sino el acceso directo a una historia de lucha, magia y risas.
Al entrar un anciano caucásico y calvo de abdomen prominente, se halla sentado en un bajo sillón de paño verde. Frente a él una niña de mejillas rosas y risos negros mira con atención un objeto que va de un lado a otro en las enormes manos del anciano. De repente sus dedos se abren en forma de abanico frente a ella y el objeto desaparece. La niña lo mira con enormes ojos trillados y un gesto de preocupación. Un segundo más tarde, el anciano acomoda un mechón suelto detrás de la oreja de la niña. Luego de darle un pellizco en el lóbulo de su oreja, extiende su puño. La niña sopla y el puño se abre. Aparece una pequeña muñeca Lol en la palma del anciano. La niña estalla en una sonrisa, agarra su juguete y corre a sentarse en el piso.
—José, pasá —me saluda con un beso.
—¿Cómo estás, Fafa?
—Acá andamos, tirando magia —responde mientras mira a sus bisnietos.
La tarde se desvanecía lentamente, Rubén estaba sentado en su sillón favorito. Los recuerdos parecían flotar como fantasmas, casi tan palpables como los objetos a su alrededor: una fotografía descolorida, un reloj de pared que había dejado de funcionar y el sonido distante de la calle que filtraba por la ventana entreabierta.
La vida de Fafá, como ese reloj, había entrado en una especie de pausa. Los días transcurrían con una tranquilidad que bordeaba la monotonía. A veces, se encontraba sumido en esos recuerdos, atrapado en un ciclo interminable de lo que fue y lo que podría haber sido.
Afuera, el suave repicar de campanas flotaba en el aire, traído por el viento desde la iglesia del barrio. De pronto, su mente viajó a aquellos días, cuando apenas un adolescente corría por las calles empedradas del viejo barrio. Recordó el instante en que conoció a Ester Becerra, una joven con una sonrisa tímida y un vestido azul que brillaba en contraste con el gris del día. Frente a la panadería, ese encuentro casual selló un destino que, sin que él lo supiera en ese momento, cambiaría el curso de su vida para siempre.
A sus 74 años, Fafá está casado con Rosario Ester Becerra desde hace 50. Juntos han construido una vida plena, rodeados de once hijos, veintidós nietos, dos bisnietos y uno en camino. Su historia está tejida en cada rincón del barrio Unión Ferroviaria, donde tres generaciones sonríen al recordar alguna anécdota con él.
El joven Rubén lo supo desde el primer momento: Ester sería su mujer. Tenía 24 años cuando, tras una función de la película Los mochileros, de José Marrone, le declaró su amor en un cine de avenida Pavón, en Lomas de Zamora. Tres meses después, un 31 de agosto de 1973, se casaron y se mudaron a Ezeiza, donde formaron la numerosa familia que hoy es un emblema en el barrio.
Alfredo Rubén Callejo, conocido como Fafá, nació en una familia de origen español que, como tantas otras, llegó a Argentina huyendo del hambre. Único hijo de Ricardo, un trabajador textil, y de Haydée, una ama de casa, creció rodeado de amor y humildad en el barrio Colón de Monte Grande. Sus padres, a pesar de las dificultades económicas, le inculcaron valores que lo marcarían para siempre: respeto, solidaridad y sinceridad.
La vida no le regaló nada, y desde muy chico, Fafá entendió la importancia del trabajo duro. A los 10 años, comenzó a trabajar como picanero en el frigorífico Pesce, y a los 15, ya se ganaba la vida como changarín en una librería del centro de Monte Grande. Esa mezcla de esfuerzo y responsabilidad, sumada a los valores familiares, moldearon a un hombre que hoy es querido y respetado por todos.
Cada dos semanas, Fafá emprendía el mismo viaje con el viático justo hacia la Capital Federal en busca de materiales para la librería. Tomaba el tren y un colectivo que lo dejaba cerca, pero, para ahorrar unos pesos, prefería caminar desde Constitución hasta la editorial. En una de esas caminatas, San Telmo lo llevó hasta el bar Repecho, donde conoció a Luis Montenegro, un mozo con un talento peculiar: hacía magia.
Un día, mientras Fafá comía un sándwich, vio a Montenegro pasear una moneda entre los dedos con una destreza increíble. Fascinado, le pidió que le enseñara el truco, pero Montenegro fue claro: “No, pibe. Las manos son más rápidas que la
vista, y enseñarte magia puede salirme caro”.
Lo que en ese momento pareció una excusa, con el tiempo Fafá entendió que tenía un significado más profundo. “La ilusión es algo que no se compra ni se recupera”, le decía Montenegro.
Fafá, persistente como siempre, logró que el mozo-mago cediera. Todos los sábados, se colaba en trenes hasta Berazategui para aprender los trucos de su nuevo maestro. En poco tiempo, comenzó a acompañar a Montenegro en sus espectáculos, quien, bajo el nombre de Mon Lux, maravillaba al público.
El momento decisivo llegó en 1969. Durante un concurso de magia en el famoso programa Domingos de mi Ciudad (que luego sería Feliz Domingo, con Silvio Soldán), Fafá hizo su debut en televisión. Aunque no ganó, su truco fue un éxito, y los aplausos del público lo marcaron para siempre. Aquel debut fue el inicio de una carrera en la que la magia, al igual que las ilusiones de la vida, lo acompañaría día tras día.
—Te conocí como luchador. ¿Con cuál de todas tus profesiones te sentís más identificado? —le pregunté, intrigado.
Fafá se quedó en silencio un momento, mirando la imagen de la Virgen de Itatí en su repisa. Luego, con una sonrisa que parecía tener décadas de vivencias detrás, respondió:
—Fui payaso toda la vida. Hacer llorar es fácil, pero hacer reír… eso es lo difícil. Creo que Dios me mandó a este mundo para divertir a la gente.
Se santiguó, y con ayuda de su bastón, se levantó con lentitud. Las pantuflas arrastraban su andar mientras iba hacia una caja que guardaba en el rincón. Lo observé. El Fafá del ring, robusto y agresivo en su época dorada, parecía una sombra de aquel hombre. Los años le habían sumado kilos al abdomen y quitado su frondosa cabellera, pero su sonrisa seguía siendo la misma, cálida y llena de vida.
—Mirá qué joven estaba —dijo, mostrándome una foto descolorida. En la imagen, cuatro hombres posaban sonrientes. Dos de ellos me resultaban familiares.
—Ese de pelo largo es Carlitos Balá, y el flaco es Tristán. ¿Quiénes son los otros dos? —pregunté, curioso.
—El de la derecha es Minguito, y el del pañuelo en la cabeza soy yo. Estábamos grabando la película Tres Amigos Fugitivos —respondió, orgulloso.
Me quedé boquiabierto. Mi vecino había compartido escenas con íconos del cine argentino. Mientras procesaba eso, vi otra foto en la caja, envuelta en nailon. En ella, Fafá aparecía montado sobre un imponente pura sangre de pelaje zaino, bien balanceado, como si hubiera nacido para eso.
—¿Dónde aprendiste a montar? —le pregunté, señalando la foto.
Hizo una pausa, su mirada se llenó de nostalgia.
—Un día, nos despertamos y había un circo gitano plantado en la canchita del barrio
—empezó a relatar—. Después de la primera función, fui corriendo a pedir trabajo. Empecé cuidando a los animales, barriendo, cortando los tiques. El dueño, Manuel Django, era todo un artista. Cantaba, bailaba, era el maestro de ceremonias… un verdadero hombre de espectáculo.
Fafá hizo una pausa, como saboreando cada recuerdo.
—Django era el único que podía cortarle las uñas a un bebé recién nacido en la familia gitana. Si él se las cortaba, se decía que el niño heredaba sus talentos artísticos.
—¿De verdad? ¿Por qué él? —pregunté, fascinado.
—Porque era el más hábil en las artes. Para los gitanos, la familia es todo, pero las habilidades no se heredan por sangre, sino por estas pequeñas ceremonias. Yo me volví uno más de ellos —dijo, esbozando una sonrisa—. Ahí aprendí malabares, artes circenses y a domar caballos. Y de ahí viene mi nombre en las luchas de catch —añadió, recordando aquellos días de circo.
Era imposible no quedarse atrapado en sus historias. Cada palabra contenía un pedazo de su vida.
—¡Vos eras el Gitano Voronoff! —le dije con entusiasmo, al reconocer su antiguo apodo.
Fafá sonrió y señaló un cuadro colgado en la pared. En él se veía a un hombre de camisa holgada, pañuelo florido atado a la cabeza.
—Mirá —me dijo, mientras mis ojos recorrían la imagen—. Eso era yo en mis buenos tiempos.
Continuará
La historia de una crónica

Alfredo Rubén Callejo, de 74 años, alias Fafá, comenzó en el mundo de la magia, cultivó el arte de la risa como payaso e integró diversas troupes de luchadores con las que recorrió distintas provincias e, inclusive, países limítrofes, además de haber pasado por el cine y la tevé. Fafá es un popular vecino de La Unión, donde vive hace más de cincuenta años. Conmovido por la trayectoria y la reconocida calidez del artista, José Luis Pérez decidió buscarlo para escribir una crónica en el marco de los talleres creativos del colectivo editorial Patio al Sur. El resultado es el texto “Un héroe entre nosotros” (en el que narra su encuentro con Fafá y su historia), publicado originalmente en Desbordes. Antología Patio 2024. El emotivo artículo (que reproduciremos en dos entregas) se ubica dentro del periodismo narrativo, género que se caracteriza por incorporar recursos literarios a sus narraciones.

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