El Monte de las Higueras

Por Nelly Esther Fiasque(*) | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses

Entre las vías del ferrocarril Mitre y la calle España estaba el Monte de las Higueras, como lo llamábamos quienes vivíamos en aquel barrio conformado por apenas cuatro manzanas. Allí, todas las historias entraban y salían de las casas sin que ningún chisme quedara afuera. Todo se sabía, y aprendí aquello de que las palabras vuelan. Es de notar que eran vecinas muy afectuosas, ya que se visitaban todos los días; aclaro, por si acaso, que no había teléfonos.
Una mañana de tantas, una noticia corrió como reguero de pólvora y se derramó como la leche hervida: la Mari estaba de novia. La niña era solterona, así que no era cuestión de andar revolviendo la bolsa para buscar la bolilla que le faltaba, como si fuera una lotería. Él, que era alto, morochón y malhumorado gruñón, pronto cometió el pecado de no saludar a las chismosas. A mí no me parecía algo tan terrible. Todos alguna vez nos levantamos y decimos: “¡Hoy no quiero ni que me miren!”. La cuestión era que el Perro Negro había llegado al barrio; el apodo del novio de la Mari no tardó en salir desde mi vecindad.
Ya se organizaron los turnos. A Josefa le tocaba averiguar a qué hora entraba, qué hacían, si estaba todo el tiempo adentro o si salían al patio. Ramona, la de enfrente, habría de saber si el novio se quedaba a dormir, esto es, saber si la novia todavía se conservaba casta y pura. Yo escuchaba, como cualquier niña, en cualquier tiempo, en silencio; las palabras eran para los mayores, y guay de que acotaras algo. Se supone que los niños no entienden nada, aunque en realidad siempre saben todo.
Durante mucho tiempo el alimento abundó en el barrio; las vecinas estaban henchidas, tanto, que por una semana no salieron ni a la vereda, salvo que estuvieran de guardia. Pero el Perro Negro no era el único sustento de aquellas mujeres, hinchadas de deseos adormecidos. También seguían la historia del hijo del querosenero, el Obeso, a quien el Rengo Manuel, el de la esquina, había apodado el Equino, o sea, el Gordo Dientudo. Su nombre era Abel, mayor que yo pero que, aun así, ello no impedía que disfrutáramos por las tardes, jugando una partidita de payanas donde no había ganador. Sólo compartíamos, por un rato, el tiempo de crecer juntos.
Todos poseemos una biografía, pensada por historiadoras surgidas desde el aburrimiento pueblerino. Hoy, ya grande, me pregunto cuál hubiese sido la mía. Qué aporte fáctico meloso habría protagonizado para que las chismosas tejieran, como las arañas, la trampa fatal para la reputación de sus víctimas. No puedo dejar de pensar si al irme del barrio, me perdí de conocer mi historia, o me salvé de ella.

(*) Vecina de Ezeiza que dejó textos inéditos y que su familia va subiendo al blog www.nellyfiasque.blogspot.com

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