Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
En un posteo leí que en el barrio Sol de Oro anda dando vueltas “un perro mágico que cumple nuestros deseos”.
El sábado salí a buscarlo con mi flamante Samsung Galaxy S23 Ultra, que estoy pagando en cuotas. Mi idea: tomarle muchas fotos, filmarlo y subir un par de reels a Instagram, YouTube, Facebook, TikTok y otras redes sociales. Es espectacular lo que se puede hacer con un smartphone. Las apps de inteligencia artificial son una maravilla. Si fuera por mí, usaría unos anteojos conectados a internet para mirar la realidad.
En la barriada entrevisté a una kiosquera, un jardinero, un padre con su hija. Conseguí testimonios increíbles, capaces de generar impacto y sumar nuevos seguidores.
—El Vintén llegó con el señor Iseka, un uruguayo que vive en el fondo, cerca del arroyo Aguirre.
—Es como El Gauchito, la Desatanudos o la Virgen de Luján. Se le aparece a las personas que lo necesitan.
Cuando quise saber dónde solía manifestarse, ninguno me dio demasiadas precisiones.
—Se mueve por todos lados —comentó una jubilada de la calle Guilarte—. Algunos creen que merodea la escuela primaria y la unidad sanitaria. Otros lo han visto por la sociedad de fomento, en las inmediaciones de la canchita de fútbol.
Fui en bici a estos lugares y encontré una serie de cuzcos blancos, negros, manchados. Retraté a varios para utilizarlos bajo algún filtro que mejore su aspecto. “Puedo crear la figura de un perro bonito y con eso la rompo”, me dije.
Cerré la cobertura con una toma del frente de la vivienda del señor Iseka. Golpeé la puerta, pero nadie apareció.
Estaba yéndome por El Volcán cuando, de la nada, un animal se cruzó delante, lo choqué y caí despatarrado en el pavimento. Me levanté aturdido y toqué el bolsillo de mi jean donde llevaba el celu.
Levanté la cabeza y no tuve que hacer mucho para reconocer al Vintén. Era hipnótico: su pelaje reflejaba el cielo, las nubes, el sol, la vegetación.
Empecé a grabarlo, feliz de que me estuviese dando la posibilidad de captar su imagen. Se fue arrimando y posó, a dos o tres metros. Me acerqué más y más. Confiado, miró fijo a la pantalla, movió las orejas… y, de un tarascón, me sacó el smartphone de la mano. Dio media vuelta y salió rajando con el teléfono entre los dientes. Lo corrí, y a mitad de cuadra se disolvió como si fuera una ilusión óptica.
Me quedé un rato aturdido hasta que asumí lo sucedido. Al regresar sobre mis pasos, descubrí que mi bici tampoco estaba.
Respiré hondo, levanté mis brazos para estirar la columna y comencé la marcha. Sin el Samsung para filmar, sacar fotos, postear o mirar whatsapp, en el camino de vuelta descubrí la brisa de la mañana, el canto del benteveo, un jazmín florecido sobre un muro, el saludo de una vecina que tomaba mate en la puerta de su casa.
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