Por Míster Afro | Esto No Está Chequeado | Ilustración: Digital Snatch | #FiccionesEzeicenses
El otro día compré un colchón en un comercio de Paso de la Patria. Me lo recomendó el kinesiólogo por su firmeza, adaptabilidad y otra serie de ítems de calidad que no llegué a memorizar. Todo para cuidar mi espalda.
Lo probé en el local y resultó una maravilla. Sin darme tiempo a reflexionar, lanzaron el precio (que me pareció muy alto) y me dijeron que era el último y que se iba a dejar de fabricar.
—Este modelo va a ser reemplazado por otro de menor calidad. Por su salud, no puede dejar pasar esta oportunidad.
Costaba tanto como todos mis ahorros. Aconsejado en parte por una puntada en la cintura, acepté.
Cuando me hacían la factura, el vendedor dijo:
—Tiene una garantía de seis meses. Si algo no funciona bien, lo puede cambiar.
Cargué el producto en un carrito que tengo atado a mi bici y salí para casa.
Un tanto preocupado por quedarme en cero, coloqué el colchón y me dispuse a disfrutar al menos de un buen descanso. Tras mirar las redes durante un rato, me dormí.
Soñé que caminaba por la avenida Lacarra a oscuras. En medio de una neblina muy pesada, aparecía un oso con musculosa y me pedía algo de plata. Toqué el bolsillo y recordé que había gastado todo en el colchón. El oso me tiraba un zarpazo, lo esquivaba y empezaba a correr. Me chocaba con un tigre que me pedía un billete.
—Me lo gasté todo, perdón.
Detrás de mí se iban juntando perros, gatos, un ñandú, un lagarto y otros animales. Un caballo me decía:
—¿Te llevo?
—¡Por favor! —le rogaba.
Me costaba subir al lomo.
—Se nota que no tenés un mango —se burló el tobiano y se largó al galope.
Transpirando y con las piernas acalambradas, me desperté a las cuatro de la mañana. No pude pegar un ojo por miedo a regresar a Lacarra.
Me levanté con una clara decisión. Después de desayunar unos mates con bizcochitos, retorné al negocio.
—Vengo a devolver un colchón —dije al entrar y le mostré la factura a un muchacho, ubicado detrás del mostrador—. Está defectuoso. Imagino que ustedes no sabían de sus problemas.
—¿Falló algún resorte, descubrió una rotura, se hundió?
—Algo peor —dije, con mal humor y un incipiente dolor de cabeza—. Provoca pesadillas horribles.
El vendedor se quedó mirándome como si yo delirara. Ese gesto de superioridad no iba a engañarme. Yo sabía que el colchón era la causa de mis tribulaciones.
Luego de una discusión que no vale la pena reproducir, exigí:
—¡Quiero hablar con un responsable!
Se asomó alguien que dijo ser el encargado y solicitó que me calmara.
Los amenacé:
—¡Voy a escracharlos en las redes!
—Está bien —concedió el encargado, dándose cuenta de mi estado de ánimo—. Voy a ofrecerle una oferta única. Tengo un colchón que, por una promoción exclusiva (que le pido que guarde en secreto), tiene un descuento del 80%, a pagar en doce cuotas sin interés. Viene con una almohada de regalo.
—Acepto —dije de inmediato.
Me restituyeron la diferencia entre una compra y otra, y regresé a casa con el nuevo colchón, la almohada y más de la mitad de mis ahorritos.
¡Qué bien estoy durmiendo, sin interrupciones, dolencias ni pesadillas! ¡Estoy chochísimo! Se lo voy a contar a mi kinesiólogo: un buen descuento neutraliza las molestias, las tensiones y hasta los malos sueños.
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